Mi historia como judía


Por MARTA ROSENBERG

Dentro de pocos meses voy a cumplir 70 años (nací el 30 de enero 1951), lo que significa que me llevó todo ese tiempo poder escribir este texto y contar mi historia ‘como judía’.

En el documento de identidad, mi nombre es Marta Beatriz Rosenberg. Desde que tengo memoria, mi madre me llamaba Floki en lugar de Marta y, cuando le preguntaba por el significado de ese nombre, me decía que era un perrito tipo caniche con muchos rulos, como siempre tuve.

Mi padre, Américo Rosenberg (en húngaro, Imbre), nació en 1907 en Cluj, Transilvania, Rumania; era de origen húngaro y vino a Argentina en los años ‘30 por motivos económicos, mientras que su familia permaneció en Europa. No conocí a mis abuelos paternos y tengo una información muy difusa sobre ellos. De su hermano Alberto, sé que fue deportado y murió en Auschwitz (escuché decir a mi madre que, por el libro de Viktor Frankl El hombre en busca de sentido,supieron que lo habían matado al intentar ayudar a otro prisionero). Su hija, mi prima Inés (en húngaro,Agi), que estaba en el colegio cuando se llevaron y deportaron a su familia, vino después a Argentina y vivió con nosotros durante varios años.

Mi padre Américo era una persona cariñosa y lo recuerdo siempre atento a nuestras necesidades. Era muy callado y siento que no tuve tiempo de conocerlo a fondo como persona; de alguna manera yo presentía que tenía el corazón roto y falleció de un ataque al corazón a los 69 años, en 1976.

Mi madre Eva era de familia húngara y nació en 1922 también en Cluj, Transilvania, Rumania. Llegó de Europa en 1947 con sus padres Juliana, Desiderio y su hermano Esteban, después de haber estado en el gueto de Budapest y el campo de concentración Bergen-Belsen en Alemania. Venían contratados por los Rosenberg para trabajar en una curtiembre de Buenos Aires y los estaban esperando en Montevideo, adonde primero arribaron en barco desde Marsella. Para mis futuros padres fue un flechazo a primera vista y a las dos semanas se casaron.

Tengo cálidos recuerdos de mis abuelos maternos y una relación con mi querido tío Esteban que se mantiene al día de hoy.

Mis padres, de común acuerdo, decidieron bautizarnos católicas a mi hermana mayor Verónica y a mí, es decir no criarnos en la religión judía; mi madre esperaba que esa marca católica pudiera funcionar como una protección para nosotras. Como le escuché decir muchas veces, “si ser judía casi me cuesta la vida, prefiero no serlo”. Se consideraba una ciudadana del mundo.

Fue así que, además de bautizarnos y tomar la primera comunión, en casa se festejaba la Navidad, el Día de Reyes y otras festividades católicas, pero ninguna judía. De hecho, al día de hoy desconozco los nombres y las fechas de las celebraciones hebreas y cuál es su significado.

En nuestro hogar no se mencionaba la guerra ni el judaísmo. Mis padres hablaban entre sí en húngaro y, cuando no querían que nosotras los entendiéramos, lo hacían en alemán. A la noche, antes de dormir, se cerraban con llave las puertas de todas las habitaciones, algo que me inquietaba.

Éramos una familia feliz, con una buena posición económica y frecuentes viajes al exterior.

Recién en el colegio secundario, cuando mis compañeras me decían que era judía por el apellido Rosenberg, empecé a considerar que tal vez fuera cierto.

Por ese motivo, mi apellido nunca me gustó y además porque solían preguntarme si era pariente de un matrimonio estadounidense, acusado de espionaje y ejecutado en la silla eléctrica en 1953, algo muy feo. Así que, apenas me casé, lo reemplacé por el de casada.

Después del bachillerato, entré en la Escuela de Bellas Artes. En esa época sentía un gran contraste entre la imagen exterior (buena alumna, linda, hija obediente) y lo que realmente pasaba en mi interior, como si fuera dos personas distintas. Lo veía reflejado en el arte, por ejemplo, porque dibujaba rostros con ratas saliendo por la boca, monstruos, seres sufrientes y atormentados.

Como si aquello que permanecía oculto, lo no hablado, el secreto, fuera un telón de fondo donde se proyectaban todos los fantasmas. Me sentía como una botella de champán a punto de estallarle el corcho…

Así fue que, cuando terminé la Escuela de Bellas Artes, viajé a París en 1973 para que, sea lo que fuera que tenía que ocurrir, sucediera lejos del ambiente familiar. Necesitaba esa privacidad. Durante ese viaje los monstruos se volvieron reales y la guerra se convirtió en una vivencia propia, no en la historia de mis padres. La necesidad de paz se volvió entonces infinita e impostergable y una prioridad en mi vida. Comenzó otro viaje, éste de la oscuridad a la luz.

En enero 1977, me casé con Gustavo Gauvry, que es de familia católica, y tuvimos dos hijos, Violeta y Paul, que se criaron sin formación religiosa alguna. No era la misma situación familiar que la de mi hermana Vero Bonta, cuyo segundo marido es judío practicante (en 2005, Pedro Lievendag hizo con su hija Marlene el documental 818 Tong Shan Road, registrando su regreso al gueto de Shanghai donde estuvo de niño). También mi tío Esteban, a diferencia de mi madre Eva, reafirmó su identidad hebrea y se la transmitió a sus hijos.

A partir de 2006, ya recorriendo mis 50 años de edad, empecé a sentir la necesidad de trabajar las emociones, como si estuvieran bloqueadas o no pudiera identificarlas. Me acerqué al Centro Bert Hellinger de Constelaciones Familiares donde durante varios años realicé un trabajo terapéutico que fue de una gran ayuda. Se podría decir que hubo un antes y un después para mí, como salir de un encierro y volverme más comunicativa.

En uno de los talleres sobre genealogía familiar y hablando de los secretos, el terapeuta me dijo si yo tenía alguien en mi familia a quien preguntarle, le contesté que estaba mi tío Esteban y entonces exclamó, “¡Pregúntale a él!”.

Así fue que durante un verano conversamos mucho con Esteban Bergner. Le hice todas las preguntas y noté que tenía muy buena memoria y que para él la guerra no había sido una experiencia dramática como la de mi madre ya que lo había vivido siendo un adolescente. Lo que me contaba era muy entretenido y le sugerí que escribiera un libro con sus recuerdos. Le presenté a una escritora, enseguida congeniaron y a finales de 2016 salió publicado el libro Stefan con nuestra historia familiar.

Otro dato importante, en 2008 se estrenó en Nueva York el documental Killing Kasztner, dirigido por Gaylen Ross. Recién entonces me enteré de la existencia del abogado húngaro Rezsö Kasztner, héroe desconocido del Holocausto que negoció con Adolf Eichmann por la vida de 1.800 judíos, llevándolos en trenes hasta Suiza. Mi madre, mis abuelos y mi tío estuvieron en el primer tren con 317 judíos que salió del campo de concentración Bergen-Belsen rumbo a la estación de Basilea.

En 2008 también fue el último viaje acompañando a mi madre a Europa, como ya lo habíamos hecho tantas veces antes. Nuestra relación siempre estuvo marcada por lo expresado más arriba. Ella había construido una férrea pared y yo sin darme cuenta, por mi manera de ser y por las preguntas que le hacía, la empujaba del otro lado de esa pared, lo cual para ella representaba un peligro.

En ese último viaje que hicimos juntas, la misma noche que llegamos a Suiza y mientras cenábamos en Gstaad, pude por primera vez contarle lo que había significado para mí el secreto, todo lo que yo había percibido en mi infancia sobre la guerra y el no haber tenido palabras para expresarlo. Fue un momento mágico, a partir de entonces nuestra relación cambió por completo y tuve el privilegio de acompañarla y cuidarla en sus últimos años y días, hasta que falleció el 29 de enero 2011.

Honro a mis ancestros y aquellos que me precedieron, siento que me transmitieron la genética del sobreviviente y una gran capacidad de adaptación y resiliencia, incluso la de volverme invisible, si es necesario para subsistir.

Agradezco toda la ayuda que recibí en mi vida, en especial a mi maestro PremRawat por acompañarme en el camino de la oscuridad a la luz; al psiquiatra Bruno Bettelheim por sus libros Sobrevivir – El holocausto una generación después y La fortaleza vacía y al Centro Latinoamericano de Constelaciones Familiares, sede Olivos.

Marta Rosemberg
Participante del grupo Testigos de la Memoria
Buenos Aires, Julio 2020

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