Un escritor eléctrico


Por MARCOS AGUINIS

 

Cinco minutos antes de que los nazis cerrasen las fronteras de Checoslovaquia, en el último tren que salía de Praga, pudieron fugar los principales manuscritos de uno de los referentes máximos de la literatura moderna, hasta entonces poco conocido. El épico salvataje fue realizado por Max Brod. Los papeles pertenecían a Franz Kafka, su amigo.

Ambos habían deseado instalarse en la Tierra de Israel. A Kafka lo detuvieron las cadenas de su tuberculosis. Brod recién decidió dar el gran paso cuando se tornó fulminante el avance del nazismo.

Antes de morir, en un gesto coherente con la asfixia y el estupor de sus personajes, Kafka imploró que sus cuentos, novelas, cartas, ensayos, borradores, diarios y dibujos fuesen quemados. Era una prueba de auto-odio, o de escepticismo, o de venganza. Pero también podía haber funcionado una visión profética que le permitió ver las hogueras que transformarían en cenizas los libros judíos y él habría optado –con la valentía de los lejanos héroes de Masada que conoció en sus estudios de historia– por no dar ese placer a los verdugos. En Masada habían resistido varios centenares de judíos a la demolición que los romanos aplicaban a su país y, ante la derrota inminente, prefirieron darse la muerte entre sí que ser degollados por los invasores.

Son conocidos los méritos de Max Brod. No sólo desobedeció a su amigo para salvarle la herencia y convertirlo en un punto cardinal de la literatura planetaria, sino que escribió mucho sobre él y se esmeró por difundirlo con pasión. Gran parte de los manuscritos fueron a resguardarse en la Bodleian Library de Oxford. Pero un considerable remanente continuó en manos de Max Brod hasta su fallecimiento, en 1968. Era un tesoro inquietante y, también, el recuerdo de la maravillosa traición con que inmortalizó a su amigo. La secretaria de Brod, Eva Hoffe, se ocupó de conservar ese material, desobedeciendo a su jefe, que ya deseaba ponerlo al alcance del público. Esta desobediencia no fue tan altruista como la de Brod en su momento, porque en lugar de poner ese material precioso al alcance de lectores e investigadores, lo guardó en seguras bóvedas de bancos suizos e israelíes. Una porción fue vendida al Archivo de Literatura Germánica de Marbach por una considerable suma de dinero. Las hijas de Eva pretendieron seguir ese ejemplo.

Lo notable de esa infrecuente historia es que reproduce el clima creado por el mismo Kafka en casi todas sus obras. El adjetivo kafkiano –del que se hace uso y abuso– calza perfectamente. Hubo un juicio. El juicio fue tan largo como en El proceso, porque se dilató por décadas. El final acaba de haberse acercado cuando la Justicia israelí falló en favor de la Biblioteca Nacional con sede en Jerusalem. Sería un final glorioso. Pero como se trata de un asunto kafkiano, la única hija sobreviviente de Eva Hoffe anunció su voluntad de apelar. Es decir, aún queda abierta la cuestión. Sigue el clima de incertidumbre. Y angustia. 

Dora Diamant fue una periodista que conoció Kafka en una colonia de vacaciones. Provenía de una familia ultraortodoxa, de la que huyó en busca de oxígeno. Pero mantenía su entusiasmo por la cultura judía, que compartió con Kafka durante años. Se instalaron en Berlín. La paz no duró mucho tiempo, ya que los pulmones afectados del escritor lo obligaron a regresar al detestado hogar paterno de Praga. Dora, sin embargo, se convirtió en el custodio de veinte cuadernos y treinta y cinco cartas que le confiscó la Gestapo en 1933, en uno de sus asaltos iniciales. Aún sigue la busca de ese material, cuyo destino da lugar a especulaciones fantásticas, como no podía ser de otra forma.

Franz Kafka fue un joven idealista interesado por el socialismo, el anarquismo y el sionismo. Estudió hebreo y asistía con fervor al revolucionario teatro en idish de Praga. Como si hubiese desplazado a su literatura la prohibición de pronunciar el nombre de Dios, jamás incluyó la palabra judío en sus obras. La excluyó obstinadamente. Constituye otro de los misterios sobre los que no se han podido poner de acuerdo los exégetas. Es su sanctasantórum personal, al que no tienen acceso los demás hombres. Igual que varios otros sanctasantórum que pueblan sus perplejizantes ficciones, donde el asombro reemplaza a la razón.

Antes de descubrir su vocación literaria, creyó estar destinado a las ciencias naturales, la historia del arte y la filología alemana. Terminó cursando Derecho, donde tuvo como maestro a Alfred Weber, hermano de Max Weber. Fue quien lo introdujo en los claroscuros de deshumanización que aparecían en la sociedad industrial, le dirigió la tesis doctoral y ejerció un importante influjo sobre él al hacerle percibir las contradicciones entre el progreso y la dicha.

La personalidad compleja de Franz Kafka desalienta cualquier intento de abarcarlo en su totalidad. Temía ser percibido de forma repulsiva pese a su aspecto pulcro y austero, su veloz inteligencia y un frecuente sentido del humor. Tenía los ojos potentes para ingresar en el mundo oscuro y percibir los desconciertos humanos. Pero cuando leía algunos de sus capítulos a los íntimos les hacía soltar carcajadas. Alternaba los encuentros sociales con espacios compactos de soledad, como los que vivió en un pequeño cuarto del imponente castillo de Praga, en la callejuela de los alquimistas donde aún hoy pareciera venir a nuestro encuentro con el peinado de su abundante cabello oscuro con raya al medio, mirada triste, pómulos enflaquecidos por su enfermedad, orejas abiertas a todos los sonidos y labios soñadores que guardan muchos secretos.

Su primera novela, Beschreibung eines Kampfes (“Descripción de una lucha”), narra los conflictos internos que el narrador despliega en primera persona ante otro personaje. Expresa la inseguridad vital permanente por la intromisión de lo improbable en lo probable, de lo fantástico en lo real. Fue un milagroso anticipo de toda su obra, como si ella hubiese ya sido escrita antes de su propio nacimiento.

Borges lo admiró tempranamente y fue uno de sus primeros traductores. Lo comparó con Zenón de Elea, cuyas paradojas y aporías trataban de demostrar que las sensaciones del mundo son ilusorias. Uno de los más populares relatos de aquel sofista fue la carrera entre Aquiles (“el de los pies ligeros”) con una tortuga. Los sofismas pueden ser finalmente destruidos, pero nunca cesan de provocar la inquietud de que mucho se nos escapa del claro entendimiento. Y ahí reside el más grande yacimiento de la literatura, que no cesa de explotarse, desde los cuentos infantiles hasta las creaciones del realismo mágico.

No es casual la sorpresa que produjo la transformación en un escarabajo gigante del aburrido viajante de comercio Gregor Samsa en La metamorfosis. Allí se trenzan la realidad cotidiana con una insondable distorsión de los sentidos. Pero también nace una desembozada forma de expresar los abismos de la imaginación. Por eso Franz Kafka no sólo quedó instalado en la colección de los genios, sino que voló hacia la galaxia de los mitos.

Ahora, el mejor homenaje que se puede rendir a este autor universal es que buena parte de los escritos dibujados por su mano residan en Jerusalem. Es como instalar en Jerusalem a los inolvidables héroes de Masada. 

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